"Master of reality", Black Sabbath, 1971, Vertigo

Después de haber grabado una obra maestra del hard rock con "Paranoid" (1970), Black Sabbath terminó de inventar el metal. No hace falta darle demasiadas vueltas: al final del lado A de "Master of reality" suena "Children of the grave", que se impone como el centro del canon metalero del mismo modo que The Beatles ocupan el núcleo del canon del rock/pop. Así, todo aquello que en el álbum de 1970 ofrecía un pliegue  vinculado todavía al blues y al rock basal la mejor composición de las incluidas en "Master or reality" lo destierra por completo, dejando el campo libre para inventar géneros y subgéneros de lo que después entenderíamos como el metal. De hecho, "Children of the grave" -con su cabalgata a la Iron Maiden (que estalla tan pronto como 0:14), su riff de quinta disminuida a cargo de la guitarra y un sintetizador de película de horror (2:21) y sus quiebres con figuras intrincadas en la guitarra- dice todo lo que diría el metal después, hasta el punto que, en retrospectiva, se encargó de que la única dirección de progreso posible fuese o bien el perfeccionamiento lineal de esa serie de ideas y su eventual llevada al extremo (y de ahí el doom, el sludge, el heavy, el power, el black, el death) o su resignificación (el postmetal, el metal progresivo). O, dicho de otra manera, si el metal encontró su expresión más perfecta en su momento fundacional, lo que vendría después debía ser o bien una recapitulación con mejor maquillaje o un replanteo de los fundamentos. De alguna manera, entonces, el disco de Black Sabbath de 1971 incluye un manifiesto cuya vida útil todavía no conoce señal alguna de obsolescencia. Y sigue, entonces, suscitando la creatividad y el talento de tantos músicos.
En la misma línea opera "Into the void", que, a la manera de "Fairys wear boots" (de "Paranoid") queda algo deslucido en el contexto del álbum (en tanto no hace más que -al final del lado B y por tanto cierre de la propuesta- reordenar, incluso más efectivamente, lo que ya fue escuchado), aunque funciona a las mil maravillas independientemente o en el contexto de sintaxis diferente de un compilado. Ambos cierres de lado del vinilo, en cualquier caso, dejan más que clara la posición de la banda, desde dónde vino, de qué se libró y hacia dónde mira. "Into the void", de hecho, resulta especialmente interesante -incluso más que "Children of the grave", como si se decidiera a indagar más por ese lado- gracias a sus cambios abruptos de tempo.
Todo el disco, además, encuentra un sonido todavía más distintivo que el de sus predecesores, y aporta desde ahí todavía otro truco a los tantos epígonos; Iommi, que había perdido parte de las falangetas de los dedos medio y anular en la mano derecha (lo cual, siendo zurdo, implicaba justo a su trabajo sobre los trastes), tuvo que reformar su manera de tocar la guitarra para adaptarse; así, además de emplear cúspides de plástico para prolongar lo necesario los dedos cercenados, empezó a afinar su guitarra -de manera sistemática a partir de "Master or reality"- tres semitonos más grave, de manera que las cuerdas quedaran menos tensas y fuerza necesaria para estirarlas fuese menor, de paso engendrando -como lo harían después Tool, A perfect circle, The smashing pumpkins y Soundgarden- un sonido espeso, pantanoso y desbordante que obraba a las mil maravillas junto a la distorsión. Ese timbre peculiar y resonante de la guitarra terminó de ser perfeccionado con la mezcla "seca" del álbum, que prescinde extensivamente de reverberación y emplea efectos de faseo y eco especialmente en la voz de Ozzy (aunque hay un uso muy cuidado de la ecualización en momentos específicos). El sonido, en síntesis, es único, y opera como el complemento perfecto de los riffs mastondónticos y bamboleantes (como si se invocara el avance hacia un campo de batalla sobre una criatura prehistórica cargada de atavíos de guerra, algo así como un olifante en el sitio a Minas Tirith) de "Sweet Leaf", el impresionante arranque del disco.
Ya en esa composición, de hecho, queda poco de las referencias blueseras-hardrockeras de "Paranoid", y lo que sobrevive está sobre todo -además de en en la segunda sección del solo de guitarra hacia 3:05- en la performance vocal de Ozzy, que abunda en exclamaciones de fervor o entusiasmo genéricas ("all right now" 0:13; "ooh yeaah": 2:05, etc), rasgo de la interpretación que se repite en "Children of the grave".
Quizá la composición menos característica del álbum -pero no por ello más deslucida- sea "After forever", cuyos intermedios que modulan a tonalidad mayor (1:05-1:24 el primero) se sienten más rockeros que metaleros, por decirlo de alguna manera. Acaso esto conviene a la letra, a cargo de Butler, que intenta arrancar a la banda de su cliché satánico desde una lógica filocristiana puesta al servicio de hablar de la vida después de la muerte.
La edición en CD aporta un elemento de interés al disponer a "Children of the grave" rodeada de piezas breves e instrumentales: la siniestra y grotesca "Embryo" y la lírica y luminosa "Orchid" (que recuerda los esfuerzos instrumentales de Jimmy Page en "White summer", rastreables a una composición tocada junto a los Yardbirds en 1967); de esta manera, pareciera que el álbum queda dividido en tres secciones en lugar de las dos impuestas por el formato vinilo; así, la primera incluiría "Sweet leaf" y "After forever", la segunda una suerte de "versión extendida" del plato fuerte del álbum, con una introducción y una coda instrumentales, y la tercera inaugurada por la plenamente metalera "Lord of this world", que parece balancear la sonoridad más luminosa de "After forever" (de hecho la letra propone un discurso en primera persona de Satán, en la línea de "Sympathy for the devil", sólo que menos moral y espiritualmente ambigua).
Después, "Solitude" ofrece otro de los momentos genuinamente estremecedores del álbum; prescindiendo de todo el aparato metalero, escuchamos una performance vocal sobrecogedora y contenida, dispuesta -y cargada de delay y phaser- sobre guitarras eléctricas sin distorsión, bajo y flautas.
En cualquier caso, tanto "Orchid" como "Solitude" dejan bien claro su condición de respiros en un disco mayoritariamente amenazante, opresivo y agresivo, cuyo sonido no hacía casi concesión alguna con el oyente y debió, sin duda, significar una verdadera paliza para los oidos de 1971. Y de alguna manera esos golpes -a través de su vasta progenie, como la de Shub Niggurath- todavía siguen y, esperemos, seguirán.

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