"Closer", Joy Division, 1980, Factory


Para el final del lado A del segundo álbum de Joy Division es fácil sentir que hemos sido empujados hacia un entorno siniestro y amenazante. En "A means to an end" la batería parece completamente inmisericorde, y se las arregla para sonar a máquinas e industria sin apelar a una suerte de mimesis sonora, a los gestos del rock industrial, digamos. Es fácil decir que está Manchester ahí colada, por supuesto, pero incluso prescindiendo del facilismo -que no tiene por qué ser falso- el sonido obsesionante del bajo y sus tres notas descendentes a la "I wanna be your dog" parecen una distopía de la música: ¿dónde quedó el sueño de los hippies, del krautrock, del prog? están viéndolo, en ruinas. O quizá, en tanto pospunk, la música de Joy Division sea la segunda ola del rock progresivo: capaz de prescindir de la voluptuosidad musical y del culto al virtuosismo, forzando al máximo sus vínculos con la idea del pop.
Antes había sonado "Isolation", justamente el momento pop -a la manera de Joy Division, por supuesto- del álbum, con su inigualable sonido de bajo y batería (esos golpes de ruido blanco amorfo) y los teclados que parecen una película divertida proyectada en el techo del estacionamiento por el que circulamos en un carrito de supermercado. Claro que la cosa cambia con "Passover", la más enigmática del lado A, y la metalera "Colony", que ya enfila el viaje hacia lo siniestro,  sin concesiones. ¿Pero qué cabía dudar de un disco que comenzaba con el título del mejor y más extraño libro de Ballard, el mejor y más extraño de los libros extraños del siglo XX?
El lado B es algo completamente diferente. El sonido industrial, maligno y siniestro sigue allí, pero a medida que nos acercamos al final se funde con otra cosa, con algo que sólo cabe describir como un ambiente, un espacio, un entorno. Algo reseco, algo retorcido y algo viejo. Muy viejo. Me encantaría asumir una concepción más espiritualista de las cosas y decir que la banda canalizó una cosa maligna anterior al ser humano, pero eso sería no sólo una novela -toda crítica lo es- sino una que no sé si tengo ganas de escribir. Quizá porque lo intenté -y fallé- demasiadas veces. Pero en "Heart and soul" ya asoma el lado terrible de las visiones de Morrison, a quien Ian Curtis no sólo le debe la voz y los hábitos melódicos: acá no hay pintoresquismo, no están los caminos del rey ni la hija del párroco, pero sí están sus sombras, sus contornos, su núcleo. Y poca vida queda al comienzo de "Twenty four hours" (una vez más todo sale del sonido del bajo), y nada importa durante "The eternal": la gran tristeza de los setentas de la que habló Bowie, esa que lo arrincóno en "Low", está ahí, más visible que nunca. Lo mejor sería evitarla, pero ¿quién puede hacerlo cuando suena de una manera tan hermosa?
"Decades" es el epílogo, entonces; el sueño de una sobrevida y, por tanto, la mirada hacia atrás, hacia lo que se quiso ser, hacia la realidad de lo que se podía ser, hacia el hecho de que no se es, de que no hay nada para ser. Ahí empiezan los relatos que, mejor, deberíamos pasar a contarnos. Para seguir adelante, así sea como el personaje de "El innombrable", de Beckett.

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