"Let it bleed", The Rolling Stones, 1969, Decca/London

No hay mucha duda posible a la hora de pensar al octavo (UK) o décimo (US) álbum de los Stones como lo mejor que grabaron durante la década de 1960. Pero quizá sí valga la pena pensarlo desde la noción de un disco bisagra o de transición, con momentos que miraban hacia el pasado inmediato -los 60s- y otros que se alineaban hacia el futuro. Y, además, un tercer conjunto de composiciones o secciones de composiciones -quizá lo mejor de un álbum magistral- que no terminan por parecerse a nada previo o por venir en la discografía.
Seguramente no hace falta que buscar demasiado: hay un sonido tenso y compacto en buena parte de "Gimme shelter"  (no tanto la introducción como la primera estrofa, que es lo suficientemente laxa como para sonar a los stones de los 70s y a la vez tan poco detallada -o con detalles tan claramente contrapuestos- como para parecerse a los de los 60s), que avanza  como una máquina imperturbable hasta que el primer estribillo lo abre y expande, así sea por la añadidura de acordes a lo que era básicamente un drone en do sostenido mayor (y esa cosa insistente y monocorde no es, no se siente del todo Stone).
Por supuesto que "Love in vain" declara claramente su filiación bluesera arreglada con una sensibilidad pop (o sea, el eje de los Stones de los 60s), pero ya "Country honk" (y acaso es inevitable pensarla como el lado izquierdo del par formado junto a "Honky tonk women": ¿es la del álbum una versión country de la del single, como sugerirían los seis meses que median entre ambas? ¿O establecen más bien dos polos de la misma pieza, como las dos "Revolution" -lenta y acelerada- de los Beatles? En cualquier caso -más allá de que Keith Richards haya señalado que, en realidad, el "original" es Country honk"-, ahí la mirada parece tan posada en los 70s como la de "Love in vain", nostálgicamente, en los 60s. Incluso cabría pensar que la atmósfera de bocinazos, comentarios de los músicos (y la cosa distendida y sucia en la voz y en la textura del fiddle) y motores está prefigurada la obra maestra de la banda, "Exile on main street".
El lado A cierra con "Live with me" y "let it bleed", la primera, un rock un poco a caballo entre ambas décadas pero, desde un punto de vista estrictamente sonoro (en oposición a "musical", donde habría que abordar el rol que juega el riff del bajo), todavía de alguna manera más parecido a lo precedente; en ese sentido "Let it bleed" propone la contrapartida enfocada hacia lo que -sabemos- sería el futuro de la banda, y por las mismas razones, sonoras ante todo: cierta cosa cavernosa en la mezcla, en la resonancia de la voz junto al piano y la batería. La dejadez, por llamarla de alguna manera, es casi tan tangible como en "Honky tonk women", pero si en esta última el componente paródico de un género (el country) y sus connotaciones es ineludible, en "Let it bleed" parece operar otra sensibilidad, más dolida o resignada.
El lado B comienza con uno de los momentos más extraños del disco, en el que una vez más esa cosa sesentera se amalgama con lo todavía por venir para configurar un objeto único: "Midnight rambler" es un blues básico reiterado hasta la obsesión (esto se nota más en la versión en vivo del álbum "Get yer ya  ya's out"), como si cada vuelta fuera una capa más de una pintura cuyos colores se funden en un tono desagradable y saturado. El contraste con "You got the silver" es marcadísimo, pero esta pieza es quizá el único punto realmente débil (al menos en comparación) del álbum, y la única también que podría sonar bien en el contexto de "Beggars banquet".
"Monkey man", en cambio, logra una atmósfera cuidadísima (incluso cuando arranca la batería a pleno), que funciona muy bien con el tempo no exactamente rápido que le fue asignado; acá parece salir adelante el sonido esencial al álbum, eso que -a diferencia del sonido Beatle, que logra ser el mismo pese a los drásticos cambios musicales disco tras disco- termina siendo más que una estética Stone un verdadero "sonido Let it Bleed", único en la discografía: resonante, pantanoso en la mezcla de frecuencias, apoyado en los graves, tenue y seco en los agudos.
Qué curioso entonces el final, con la textura vocal de un coro seguida por una guitarra acústica delicada y una intensidad creciente (con ese sonido casi parecido al de "Sticky fingers" que irrumpe pasados 2:20), casi como si se tratara más de un epílogo que de un final. Tal componente digamos irregular o extraño del disco, en última instancia, no hace sino aportarle ese detalle clave no fácilmente asimilable, acaso esencial para toda obra maestra.

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