"A love supreme", John Coltrane, 1965, Impulse!

Hay algo así como dos instancias más o menos impenetrables en "A love supreme". La primera pasa por el intento de construir una pieza que tiene en cierto misticismo -es decir, en el intento de comunicar una experiencia espiritual- su piedra angular; podría pensarse, entonces, que Coltrane asume que como las palabras no pueden remitir a "eso" indecible, el lenguaje de la música puede permitirse el intento y así conducir al escucha a una suerte de recreación o transmisión de esa experiencia o experiencias o anhelo de experiencias. Naturalmente, esto no funciona, pero no por la falta de habilidad técnica de Coltrane sino porque cabe pensar que esas experiencias suceden cuando suceden y lo que las gatilla en X no las gatillará en Y, dado que, en última instancia, el proceso se desencadena independientemente del estímulo (dicho de otro modo, se puede encontrar la iluminación, el satori, el contacto con la divinidad, el rapto místico o como se lo quiera llamar con mescalina, con la contemplación de una hormiga, con "A love supreme" o incluso en una iglesia, por parafrasear a Mario Levrero, quien hizo de este asunto el eje de su obra póstuma "La novela luminosa") y, por lo tanto, nada puede hacer esta suite en cuatro partes de John Coltrane para que yo toque la divinidad o sienta la cercanía de la divinidad como -según diversos discursos, entre ellos el del propio Coltrane- la sintió el saxofonista.
La segunda interpenetrabilidad es más relativa y pasa por, precisamente, el esfuerzo técnico, que es tan supremo como dice el título. Si bien el primer movimiento es más relajado que lo que seguirá, la maraña de tonalidades a las que se termina por arrojar (famosamente en las modulaciones del motivo "a love supreme" cantado por Coltrane y luego entonado por el saxofón), pronto las otras partes juegan a otro ejercicio de virtuosismo, que si bien no alcanza el nivel de extrañeza de la obra tardía de Coltrane, se vuelve especialmente complejo al menos en relación a los otros álbumes de ese conjunto de discos clásicos pop del jazz -"Kind of blue", por ejemplo, o, del propio Coltrane, "My favourite things" o "Coltrane's sound"-. Lo cierto es que esta complejidad puede resolverse dado el lenguaje adecuado -es decir, con otra forma de tecnicidad-, y que esto no espanta a ningún oyente que o bien no conozca el lenguaje musicológico o bien no sea lo suficientemente competente en él como para emplearlo sobre cada matiz de la composición, dado que es imposible -presupuesta cierta afinidad por el jazz, digamos- no disfrutar de los momentos más voluptuosamente melódicos de la pieza (buena parte del segundo movimiento, la manera en que Coltrane se desliza entre solear y exponer motivos, etc) y, de paso, asombrarse de la plasticidad en apariencia infinita y sin esfuerzo de la música en el tercer movimiento (donde brilla especialmente McCoy Tyner), por ejemplo, pensando especialmente en el saxofón, la cascada de notas más o menos cuatro minutos y medio después del comienzo a cargo de Elvin Jones en la batería.
Entonces, la conjunción de ambas opacidades (quizá "impenetrabilidades" sea excesivo, en particular debido a la apelación al lenguaje técnico) encuentra su punto álgido en el cuarto movimiento, que remeda musicalmente un texto devocional escrito por Coltrane y clave de su experiencia espiritual. La equivalencia entre la música y las palabras, si bien puede rastrearse a un ritmo silábico, queda, en última instancia, en el misterio; quizá sea, precisamente, en la contemplación de ese misterio donde la primera impenetrabilidad pueda resquebrajarse y el disco efectivamente conduzca a lo que podríamos pensar como un estado de conciencia alterado. Para los que no creemos sino en la física cabe, en última instancia, una apelación a la maravilla de los números, los ritmos y las proporciones -un pitagorismo no-místico, digamos-, y es sabido que la música trata especialmente de eso. Cabría contestar, entonces, que toda música puede servir de puerta a la "iluminación" (la de Bach, la de Neu!); no menos cierto es que cuando esa música se nos presenta justamente en ese contexto espiritual, acaso -para algunos- las cosas sean, paradójicamente, un poco más fáciles.
O, mejor, abstraer ese gesto y escuchar apenas la música, que en su proceso de vaciamiento de significado no hace sino adquirir otros, acaso más intensos.

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